Había olvidado cómo se siente
cuando alguien cree en ti, cuando alguien
vuelve la mirada hacia tu deambular, perezoso y tímido; cuando sonríe al pensar
en el futuro de tu talento que se pierde entre un mar de alumnos ávidos y
audaces.
Como todos los días, llegaba tarde. Faltaban
10 minutos para el término de la clase. Mis arrogantes pasos, despreocupados,
aunque constantes y torpes, demostraban, más que mi angustia, mi indiferencia y
pasividad para el mundo.
Entré titubeando,
buscando señales de desaprobación e infortunio, pero, ¡oh!, mi sorpresa: Pocos
compañeros, la profesora de Literatura terminaba de dar calificaciones. Decidí
esperar, tenía un presentimiento de que algo fabuloso aguardaba por mí. Llegó
mi turno, temeroso, poco interesado, preparé mi conciencia para lo inesperado,
como frecuentemente suelo hacer.
“¡Usted me hizo un
ensayo hermoso!”
La sonrisa
impecable, espontánea, a veces irracional, de gesto estúpido, se apoderó de mi
rostro. Mis labios, y un chispeante brillo en mis ojos, denotaron la alegría
efímera, pero incontrolable que comencé a disfrutar.
Sus ojos
brillantes, tan amorosos y fraternales, ansiosos por mis palabras, ya habían
comenzado a buscar la autenticidad en el fondo de mi alma. Mi respuesta fue lenta
e insegura: “¿En serio le gustó?” Su sinceridad se entregaba a mí. Sus
palabras, la amenidad que reflejaba su rostro, la felicidad de verme ahí,
atendiéndola, y yo deseando escuchar más, culminaron en la derrota de la incredulidad.
Aún antes de confirmar su gusto por mi trabajo, yo le creía. Era suficiente la
bondad de ella. Nuevamente alguien creía en mí, en mi trabajo, en la pasión por
mis creaciones. Mi autoestima y confianza agradecieron su parecer. Era mi
profesora, un estímulo; se había convertido en una amiga que refleja
incansables fuerzas, un espíritu libre y sereno, siempre empeñada en lograr
destacar nuestras virtudes.
Hizo un comentario de compañerismo. Era la invitación de
la amistad. En seguida me dio calificaciones, terminó la conversación y yo, aún con los vestigios de la timidez,
tiernamente abochornado, me despedí expresando gratitud. La tarde observó mi sonrisa, finalmente se
había sincerado, yo pensaba en la esperanza recobrada; aún sigue en mí, ella
aún cree en mí, y cada día la estimo, cada día la admiro.
Omar
Ortiz
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