En cuanto llegó, se sentó en el sillón; ése que está
frente al televisor. De los bolsillos de su saco, logró obtener su cigarrera y
comenzó a fumar desesperadamente. Tras
su tercer cigarrillo en mano, fue en busca de una botella de tequila. Bebió a
grandes tragos. Se dirigió a su recámara y recostó su cuerpo en el frío lecho
compartido hace tan solo unos días.
Cerró los ojos, trató de dormir, pero no lo consiguió. Dio tres vueltas en la
cama. No dejaba de pensar en lo mismo.
Se miró en
el espejo, aún su piel tenía algunos
rasguños y se podía observar a simple vista su labio inferior hinchado,
adornado con una pequeña fisura. Una noche de copas bastó para empezar ese
juego, esta farsa que lo llevaría a perder todo.
Besó sin amor, tocó un cuerpo, lo acarició,
lo hizo suyo sin sentir nada.
Su celular vibraba entre las cobijas, cinco llamadas
perdidas de un número desconocido. Hizo caso omiso. Por su mente pasaban mil
recuerdos, momentos que, quizá, jamás volvería a vivir: “la junta de trabajo se
extendió”, una mentira más que Estela, su esposa, tuvo que creer. No sentía el
menor remordimiento al mentir tan despiadadamente a quien se supone debía
lealtad. Aún siente esas manos violentas recorriendo su cuerpo a la “hora de
las juntas”.
Su secretaria guarda el
secreto a voces, intenta cuidar su trabajo.
El reloj marca las 5:00 a.m. del día 29 de abril de 2012 y junto a él no hay nadie.
El reloj marca las 5:00 a.m. del día 29 de abril de 2012 y junto a él no hay nadie.
Hace diez días que Estela desapareció sin
decir nada, sin dejar rastro alguno. Lo dejó en esa fría habitación acompañado únicamente de su conciencia.
Patricia Arango