sábado, 21 de marzo de 2015

Alzheimer

Elena, Elenita, seguro has de extrañar nuestras pláticas nocturnas. No has de tener noches de sosiego esperándome, siempre esperándome, en el mismo sofá aterciopelado con la misma taza de té de manzanilla –no la del sobre, sino la fresca, de la floreadita-, buenísima para menguar tus nervios y tus miedos noctámbulos.
Alicia, revisa bien mi recámara que vi pasar a un lobo. Seguro se ha escondido debajo de la cama.
¿Cuántas noches sin calma y sin poder conciliar el sueño? El insomnio no te ha dado tregua. Lo sé, por eso he de escribirte desde acá –más allá del mar de los Sargazos, del otro lado del espejo- para que vuelvas a sonreír, porque sonreír es parte de tu naturaleza, y para que, por fin, descanses.
Aún recuerdo cómo esperábamos el anochecer sentadas en la cornisa, la luna se posaba perpetua y apacible, con trémulo resplandor ante nosotras, inquietas espectadoras, ansiosas de entender su lado oculto.
Gustábamos, en ese entonces, de contemplar las fotografías antiguas de la familia. Está vívida en mí la emoción que nos proporcionaba tener en las manos un presente tan eterno como el pasado. Lo tocábamos hasta que la memoria quedaba impregnada de recuerdos. El pasado, el presente y el futuro: todo éramos en aquel instante.
Me cercioraba dos o tres veces de que el lobo hambriento de tu pureza no se hallara en la habitación.  Me lanzabas miradas inocentes, ávida de historias que te relataba antes de dormir. Y luego de la taza de té de manzanilla, con cálida voz,  musitabas:
—¿En qué año estamos? ¿Mil novecientos? ¿Dos mil? He perdido la noción del tiempo: me he quedado atrapada en la foto de la abuela.
Seguramente, Elenita, ahora te preguntarás qué ha pasado conmigo, ¿acaso me hallaré enferma -como tú- de soledad? Te hago falta. Tú a mí también, Elena. Tanto que las palabras se me esconden avergonzadas.
Tal vez serías una mujer más feliz acá donde estoy. Aquí donde los sentimientos se respiran, toman formas inconcebibles y te inundan la mirada. Sin embargo, comprendo también que ahora no hay armonía en tu existencia. Ésta se ha tornado contra ti y te ha vuelto extranjera en tu propio cuerpo; pero descuida, mi estimada Elena, después de relatarte lo que me ha sucedido, entenderás por qué ha demorado tanto la llegada de alguna noticia mía.
Fue un 27 de enero, lo recuerdo bien porque ese día era el cumpleaños de tu entrañable amigo Charles Dogson. Una lluvia incesante se encargó de ir esparciendo un sentimiento de melancolía entre los transeúntes. Yo estaba complacida observando desde el tranvía y sin prestar atención al alboroto, cuando súbitamente un grito me sacó del letargo en que me hallaba, alcé la mirada y me encontré con unos ojos que me miraban sin mirarme.
¿Y tú? ¿De dónde vienes tú? Me preguntó señalándome.
Me sobrecogió su rostro y su mirada ciega me traspasaba. Sencillamente no podía con ella. Aparté la vista y la fijé sobre su vestimenta: un enorme saco negro y una roída boina color marrón, llevaba además, en la mano derecha, un maletín de cuero desgastado; en la izquierda, cargaba un bandoneón sin botoneras.
¿A dónde vas, eh?
No… no sé.
¡Pero ese es el peor lugar al que puedes ir! No seas tonta, sólo los locos van ahí. Ya lo averiguarás con el tiempo, sólo los locos… ¿Adónde vas?
Se abría paso entre la gente a empujones e injurias y, una vez que llegó junto a mí, con gesto cortés se acercó. En voz baja, sonriente, me dijo:
Ve a donde el reloj marca las treinta en punto.
Su aliento rancio, de alcohol barato, me produjo un extraño sentimiento de compasión. Al no obtener respuesta de mi parte, se alejó hacia la salida  y saltó impulsivamente hacia la avenida.
Tras el episodio, bajé del tranvía y caminé sin rumbo por las calles hasta que unas campanadas robaron mi atención: una capilla se alzaba imponente.  Entré. Su ambiente cálido hizo que me despojara del abrigo que me regalaste la navidad pasada. Dentro olía a una mezcla de cera derretida e incienso. La recorrí lentamente y, cuando me dirigía a la salida, reconocí entre la gente una voz que me llamaba por mi nombre. Un sudor frío perló mi frente al percatarme de que aquel grito provenía del mismo loco con el bandoneón sin botoneras y que, efectivamente,  me hablaba.
—¡Alicia! Llegas justo a tiempo. A tiempo. Por un momento pensé que estabas loca de verdad. Si quieres te puedo tocar una canción triste. La más triste de todas, para que te despidas de esto.
Fingió tocar el bandoneón con un sentimiento tan hondo que hasta tú -la más incrédula de todas- habrías pensado que en verdad interpretaba una pieza bellísima. Quizá hubieras llorado. Yo lo hice. Apenas unas lágrimas. Lo suficiente para arrojar el pesar de mi cabeza. Asombrado, el loco interrumpió la pieza y con extrañeza dijo:
Tienes el mar en tus ojos. Quítatelo.
Dejó el bandoneón y, tomando el maletín, con paso acelerado se dirigió a la parte trasera de la capilla y yo, por una razón que hasta la fecha no he podido ni he querido explicarme, lo seguí. Legamos a una puerta tan vieja y pequeña que sólo arrodillados pudimos entrar. Pasamos por un largo corredor. El loco se volvió hacia mí.
Alicia, ¿A dónde vas?
Abrió luego su maletín, sacó un reloj antiquísimo y me lo ofreció.
¿No ves, Alicia? Es el tiempo que te ha perdonado. No hay presente ni pasado ni futuro para ti. Se acomodó la boina y siguió por el pasillo, escoltado por estatuas que parecían cobrar vida cuando las observaba.
Corrí por aquel pasillo sin voltear atrás. Podía oler  geranios a la distancia y escuchar el murmullo del viento sobre los árboles. Cuando llegué al final del corredor, vi la naturaleza en su esplendor: el follaje se contoneaba dulcemente, me hacía reverencia, un lejano rumor de agua se levantaba en música con el viento y los árboles me sonreían sabiamente. ¡Oh, Elena, si tú supieras!, me han revelado secretos que a los mortales les está vedado escuchar. Ahora te los confieso. Elena, no quiero que te conviertas en tu propia estatua, ajena al tiempo y olvidada. 
Al final del camino, me detuve exhausta. Cerré los ojos para guardar sin errores la sensación que me embargaba. No sé cuánto tiempo pasó (o si acaso pasó). Sobresaltada desperté y me di cuenta de que el bosque se había inundado por completo. Una mortecina luz lo cubría, el ocaso estaba por partir y yo, flotando, naufragaba por aquel naciente mar, buscándote.
Quizá hubiera muerto de tristeza si no fuera por aquella ave, ella me ha conseguido, de no sé dónde, lápiz y papel para escribirte a ti, Elena (ignora por favor la mala letra y el papel maltrecho, pues aquí no hay más que mar y luna).
Lo más probable es que recibas esta carta muy tarde, cuando estés cerca de donde mora el Tiempo. No te olvides de mí, aunque ya sé que él no ha sido compasivo con las arrugas alrededor de tus labios, ni con el cansancio de tu mirada distraída; tampoco es piadoso con tus ilusiones olvidadas…ni con las lágrimas mías. 
Pero verás, ahora que yo también lo encuentre, le rogaré que perdone tu cabeza blanquecina, tu extravío en la eterna fugacidad del instante, la memoria confusa y los recuerdos de mi infancia que te han abandonado.
Mientras tanto, piensa en mí, Elena, como yo pienso en ti.
                                                   Con todo cariño.
                                                                      Tu hija Alicia.



Meztli Yaxem Uribe Salgado