Dubitativa como siempre, ¿eh? No, no lo puedo
evitar, menos a estas alturas de la situación, con la aguja pequeña en el dos y
la grande entre el tres y el cuatro.
Me siento de nuevo al borde de la cama. Miro fijamente el cajón inferior de mi buró. No tiene mucho dentro: un par de camisetas raídas que uso a veces para dormir, algunos recuerdos de lugares a los que mis amigos fueron de vacaciones, pero a los que yo nunca he ido; una caja de metal pequeña, llena de esas cosas que los padres no deben saber que compras, y un frasco de Risperidona con una navaja de afeitar envuelta en una hoja de papel; una bella navaja que si se sacara a la luz del sol resplandecería con tal desinhibición que la gente comenzaría a comprender al fin mi adoración por ella. De pronto, el pedazo de metal me grita desde las profundidades de la cajonera. Gritos que a veces se convierten en susurros, algunas veces, en cantos y otras tantas, en odas. El Canto hipnotiza mi mente; los gritos me mantienen petrificada. Podría quedarme horas ahí escuchándola cantar para mí sus únicas siete notas melodiosas, dejándola que atrape mis sentidos sin hacer nada. Así es, no haría absolutamente nada. Ni aunque mi vida dependiese de ello (y esa frase es irónica en sí misma), pero a lo que me refiero es… Bueno, tú sabes a qué me refiero. Cuando alguna voz dentro de la casa me despierta del trance luminoso, mis piernas son débiles y torpes al levantarme, como mi mente, diría yo. 6 pm. Es tarde. Bajé hacia la sala de la casa y teniendo ese rectangular pedazo de metal clavado en la mente, me encorvé sentada en el sillón, como lo hago para observar el buró de mi recámara.
Me siento de nuevo al borde de la cama. Miro fijamente el cajón inferior de mi buró. No tiene mucho dentro: un par de camisetas raídas que uso a veces para dormir, algunos recuerdos de lugares a los que mis amigos fueron de vacaciones, pero a los que yo nunca he ido; una caja de metal pequeña, llena de esas cosas que los padres no deben saber que compras, y un frasco de Risperidona con una navaja de afeitar envuelta en una hoja de papel; una bella navaja que si se sacara a la luz del sol resplandecería con tal desinhibición que la gente comenzaría a comprender al fin mi adoración por ella. De pronto, el pedazo de metal me grita desde las profundidades de la cajonera. Gritos que a veces se convierten en susurros, algunas veces, en cantos y otras tantas, en odas. El Canto hipnotiza mi mente; los gritos me mantienen petrificada. Podría quedarme horas ahí escuchándola cantar para mí sus únicas siete notas melodiosas, dejándola que atrape mis sentidos sin hacer nada. Así es, no haría absolutamente nada. Ni aunque mi vida dependiese de ello (y esa frase es irónica en sí misma), pero a lo que me refiero es… Bueno, tú sabes a qué me refiero. Cuando alguna voz dentro de la casa me despierta del trance luminoso, mis piernas son débiles y torpes al levantarme, como mi mente, diría yo. 6 pm. Es tarde. Bajé hacia la sala de la casa y teniendo ese rectangular pedazo de metal clavado en la mente, me encorvé sentada en el sillón, como lo hago para observar el buró de mi recámara.
―Helena, hazme un favor, ve
a cambiar las baterías de este reloj- me dice la voz dulce de mi madre: una
mujer alta, esbelta y en realidad buena madre, pero de pocos mirares. Ya sabes,
ella siempre tiene algo qué hacer.
Tomo
el reloj de la mesa, lo observo y parece que se quedó atascado en las siete de
la mañana. Salgo sin decir nada. Casi me doy un tope con mi padre saliendo tan
decididamente. Me saluda con un beso en la mejilla y me hace señas con sus
hinchadas manos de obrero para guardar silencio porque quiere sorprender a mi
madre. Soy obediente y me voy sin decir palabra.
Camino
por la calle con la navaja aun tintineando en la cabeza. Me detengo primero en
el escaparate de una tienda de libros; como las ventanas de algunos autobuses y
del subterráneo, la vitrina está tallada, supongo que con un objeto punzante;
además ostenta algunos descarados grafitis de consignas o sobrenombres
ilegibles y, por supuesto, se percibe un penetrante olor a orines de indigente.
Me desconcentro y observo mi reflejo en el vidrio rayado: ahí clavado en el
piso, con una mano en el bolsillo y otra mano al costado, el cabello un tanto
enmarañado bajo la capucha de la sudadera y bolsas debajo de los ojos. Hasta
ahora entiendo cuántos días no he dormido. Me desclavo del suelo y voy con el
relojero sin hacer más escalas. Camino por la avenida que lleva a su tienda y
el hombre mira el reloj de lejos, ya lo conoce. Hace un gesto de aprobación apenas
voy entrando a su establecimiento y se pierde en la pequeña sala de refacciones
contigua. El propietario es el señor Piaras: medio irlandés; con cabellos
escasos, pero de un tono rojo como el fuego bien definido, y tez blanca que
ayuda al perfecto contraste entre la piel y la barba. Debo admitir que sentía
simpatía por él y en realidad esa neurosis senil de la que a veces me percaté
cuando los niños le gastaban bromas no me molestaba, incluso admiraba su
minuciosidad y era asombroso su apego al tiempo. En seguida, y como somos clientes
frecuentes, regresa con la batería del reloj. En unos segundos abre el
artefacto, le saca su fuente de energía gastada con unas pinzas pequeñas, le
inserta una nueva y lo cierra. Mira el reloj de oro que porta en la muñeca y
ajusta la hora: 6:25 pm. En menos de cinco minutos salgo de la tienda, habiendo
apenas cruzado palabra con el irlandés Piaras.
Mientras el atardecer asoma vivamente desde el
horizonte regreso a casa. Con paso firme, aunque cauteloso, casi mansamente.
Temo escuchar El Canto; deseo
amarrarme al mástil de mi velero y ponerme cera en los oídos. De forma
impresionante, al caminar y acercarme un poco más a lo que pienso que es la
fatalidad de mi propio aprisionamiento, la paleta de colores cálidos presenta
su paisaje impresionista, incluso el poco calor que ya irradia el crepúsculo
otoñal se siente bien en la cara. El aire es frío, pero la combinación de
sentidos templa todo en un punto perfecto de paz… y como si necesitara una
banda sonora aterradora para esta armonía materializada, escucho gritos desde el
jardín de la casa. Un vuelco entre el corazón y el estómago se hace presente. ``Es
esa bendita hoja metálica´´, me susurro en pensamientos.
Entro,
y el alarido se hace cada vez más atronador en mis tímpanos. Dejo el reloj en
la mesa y subo las escaleras. Entro a mi habitación que está inundada de tonos
morados y oscuros. Me dirijo lentamente al buró y esta vez, abro la gaveta:
encuentro las camisetas en primer plano, la caja rectangular de metal, algunos
de los obsequios se deslizan hacia atrás como parte de la inercia del cajón, y
sólo es eso… ¿Te has percatado de esos momentos cuando escuchas palpitar el
corazón en los oídos? Momentos de presión emocional o una situación en la que
tu vida corre un riesgo inminente. O, después de haber librado una corretiza o
una carrera de obstáculos, ¿puedes escuchar esos tumbos que el corazón hace
resonar en la cabeza? Aún mejor… ¿Has guardado silencio al punto de poder
escucharlo en completa calma como el avanzar apacible de un reloj?
Ahora escucho los gritos otra vez y me
concentro. No, no son esos gritos que el pedazo de metal emitía a mis costillas,
los gritos vienen de la planta baja. Desciendo de dos en dos los peldaños de
las escaleras y busco la emisión de tal calamidad sonora.
En
un momento encuentro a mi madre en el pasillo que conecta a la cocina con la
sala, con las manos tapa su boca con horror y mi padre arrodillado en el piso
con un ataque de asma crónica. Me acerco, veo primero los rizos azabaches de la
cabeza de Art, mi hermano de año y medio. (Hace ya casi tres años que mis
padres quisieron pintar de un verde pistache la habitación para huéspedes, pero
no la amueblaron hasta que supieron que Art estaba sano y no había ningún tipo
de complicación. El pequeño Art caminó bien a los once meses de nacido, daba
risa incluso la manera en que daba pasitos de siete en siete hasta que no tuvo
que apoyarse de alguien para no caer).
―¿Q-q-ué t-t-t-ien-ne e-en la b-b-boc-c-a? ―pregunta
mamá al incorporarse mi padre.
A
pesar de la enorme figura de mi progenitor, logro distinguir mejor a Art,
observo que está sentado, vestido con un overol azul y una camisita de rayas;
sus rodillas raspadas están flexionadas hacia su cuerpo pequeño y en sus manos
tiene una hoja de papel que distingo mordida, como si un ratón buscara basura
para hacer su nido y se comió un pedazo de hoja de cuaderno. Papá sostiene en
la palma de la mano un cúmulo de sangre coagulada ya, pero entre la sangre
brilla un tono plateado. Al ver el destello hago que baje su mano ante mi
vista. Él deja que tome su brazo, y observo un ademán de querer enjugarse las
lágrimas, aunque desiste y éstas corren por su cara. Paso mi dedo por la bola
de sangre y la reviento. Ahora el reloj sobre la mesa marca las 7:00 en punto.
Supongo que debí darme cuenta por el frasco de Risperidona tirado en la puerta de mi habitación, o por esos siete
aplausos que escuché proferir al pequeño de año y medio al pasar esta tarde
junto a su recámara.
Arty escuchó también el cantar melodioso de aquel
rectángulo estilizado de metal.
Malinalli
Ramírez García