Cosme
Cantalagua jamás había pensado en el concepto de la felicidad. Siempre estuvo
neutral ante esas discusiones. Era el sujeto más ordinario del mundo, no tenía
ninguna peculiaridad en ningún aspecto. Sus días eran rutinarios, su trabajo
era casi una basura, pero se conformaba, “al menos es algo”, decía. Era el
menor de 5 hermanos, todos profesionistas menos él. Su padre le consiguió un
empleo antes de que se le ocurriera la maravillosa idea de “tomarse un año”
después de la preparatoria, pues pensó que seguramente se alargaría por dos,
tres años o por el resto de su vida. Aunque lo parezca, Cosme no era nada
holgazán, solo que su falta de entusiasmo no lo beneficiaba y sus expectativas
respecto a su vida era bajas o nulas.
Este pobre sujeto deprimente se despertó
en un día común. En cuanto abrió los ojos, sintió algo diferente. Se quitó las
cobijas de encima, saltó de la cama, no sintió el piso tan frío. Se vistió
frente al espejo, se sentía fantástico; se sirvió un delicioso café de su vieja
cafetera. En el trabajo, sus compañeros, quienes todos los días eran indiferentes,
lo saludaron atentos; preguntaban si algo se había hecho en el cabello, “¿tal
vez un blanqueamiento de dientes? o ¿estás siguiendo una dieta?”. Nada,
respondía sonriendo.
Al llegar a casa, con entusiasmo inusual,
llamó a su madre. Ella se sorprendió al escuchar la voz de su hijo menor, ya
que nunca recibía llamadas de él. Al saber que Cosme se sentía de maravilla, se
preocupó.
―Ve con el especialista, esto es
bastante extraño. ―Dijo.
El especialista observaba detenidamente
una radiografía de su mano derecha, y sonreía.
―¿Qué más le puedo decir, hombre? Usted
es, y terminará muy feliz.
Desde ahí, Cosme empezó a preguntarse
acerca de la felicidad, no comprendía muy bien porque su tercer metacarpo de la
mano izquierda le aseguraría tal estado emocional. El especialista, al observar
su rotunda confusión, mientras señalaba su metacarpo en la radiografía, dijo:
―Solo mire, ¡usted tiene todo asegurado,
no tiene de qué preocuparse! Algunos nacen con su “torta bajo el brazo”, usted
nació con la señal de la buena suerte en su mano derecha.
Cosme aún sin entender, se despidió.
Al día siguiente, con más entusiasmo aún y
ya con un diagnóstico relativamente asegurado, se aventuró al trabajo. Parecía
que radiaba una energía sobrenatural que le hacía tener presencia en todos
lados. Su jefe lo llamó a su oficina, le ofreció un ascenso y un sueldo que
jamás imaginó. Cosme no aceptó, renunció y se dispuso a ocupar su entusiasmo en
algo de provecho: estudiar lo que siempre había querido y ser alguien
importante, esto lo añadió a su discurso de despedida. Su ex jefe casi lloraba,
y todos sus compañeros se decepcionaron con su renuncia.
Desde ese momento todo sucedió rápido y
excelente. La carrera de Arquitectura no se le dificultó en nada, todo examen
que le aplicaron, lo pasó y fue uno de
los mejores de la clase.
Apenas se había graduado, cuando recibió
solicitudes para emplearlo. Llegaban y llegaban miles de correos de grandes
empresas ofreciendo los mejores puestos. “Cosme Cantalagua, subdirector en la
empresa tal”, “Cosme Cantalagua, director ejecutivo en Barragán y Asociados”,
“Cosme Cantalagua, gerente del Departamento de Diseño…”
Cambió de apartamento, de cabello,
comenzó una dieta, se blanqueó los dientes y compró una nueva cafetera. Era
invitado a fiestas y siempre se convertía en el centro de atención. Sus chistes
dejaron de ser malos, tenía todo tipo de historias por contar. Las chicas se le
acercaban para insinuarse, o simplemente por el placer de saludarlo. Al mismo
tiempo que se ocupaba de su vida social y profesional, se mantenía en
equilibrio con su bienestar interno. Más del 20% de sus ganancias lo donaba
generosamente a instituciones de caridad, y durante sus tiempos libres era
voluntario en cualquier organización humanitaria.
Durante este lapso conoce a Rita, una
chica simpática, inteligente, “con dos piernas, dos brazos, dos manos con sus
metacarpos”, en fin, todo lo que conforma a una chica. Establece con ella una
apasionada relación y ahora solo vive en el presente. Al fin forma parte de los
hijos prodigio de la familia Cantalagua. Todo tema de conversación gira en
torno a él.
― ¡Por mi hijo, que escaló hacia la
cúspide del éxito, Saluuuuuuuuuud.!
Esa larga sucesión de logros lo hace
preguntarse si la felicidad eterna es lo que él busca para su vida.
Cosme decide hacer un pequeño
experimento: todo comienza cuando va de compras con Rita y ella sale del
probador con un vestido rojo entalladísimo. Cosme sabe que luce espectacular;
sin embargo, le dice: “Te ves gorda”. Y ella responde: “Tienes razón, a veces
siento que el rojo no me favorece, gracias por hacérmelo notar, amor”. Vale,
todo normal. Rita es una chica comprensiva, paciente y atenta. No todas
reaccionan de una manera explosiva ante el “te ves gorda”, se justifica Cosme.
Durante la fiesta de un amigo, Cosme echa
a andar sus dotes de Don Juan. Llega Aseret, (Teresa al revés), la prima de un
amigo. Cosme y Teresa al revés se besan “en las narices” de Rita, ésta no reclama nada. Llegando a casa Cosme
la interroga:
―¿Me viste con Teresa al revés?
―Sí.
―¿Besándonos?
―Ajá.
―
Y, ¿qué dices?
―Nada, es normal. A veces se nos va la racionalidad ¿No crees?
Queriendo llevar su experimento hasta las
últimas consecuencias, decide romper con Rita, pero la reacción de ella es
completamente impensable: le agradece por todo el tiempo compartido y lo que
hizo por ella.
Cosme sigue experimentando, cita amigos a
los que deja plantados, llega tarde al trabajo; no deja propina a los meseros,
insulta a sus padres, coquetea con las esposas de sus hermanos, todo esto y
más, sin ninguna respuesta negativa, solo encuentra más aprobación a pesar de
sus malas acciones.
Recuerda las palabras del especialista.
Cosme se incomoda. Si todo lo tiene completamente resuelto, entonces “ya no
habría chiste”. Nunca pensó en llegar a ese punto. Teme que suicidarse no le
sea permitido por su “felicidad”, pero lo intenta… sin resultados:
El vacío ya está lleno para aventarse,
los puentes al parecer tampoco sirven de mucho; las pastillas, lo mismo; lo que
parece cloro es refresco, y todos los autos a los que se arroja para ser
atropellado, frenan antes de posiblemente asesinarlo.
Piensa ahora que tal vez necesita de
alguien más para jalar el gatillo. Se pierde a las tres de la mañana en un
barrio del que todo mundo huye. Llega un sujeto de al menos un metro y medio de
estatura, con cara amenazadora y armado. Como sucede en cualquier asalto en la
ciudad, le quiere quitar su celular, cartera y otras cosas para revender.
―Si no me das nada te disparo, hijo de…
―Dispara ahora, no pierdas tiempo.
El sujeto parece sorprendido.
―Solo dame tu celular y listo.
―Solo dispárame y listo.
Pasan unos segundos de silencio.
―¡Vamos amigo, ¿en serio darías tu vida
por un celular?! ¡Qué patético!
El
asaltante se aleja. Cosme sigue parado en el mismo punto, algo cambia en su
cabeza. Todo está revuelto. Sostiene su celular en su mano derecha; lo lanza al
suelo enfurecido y aterrorizado.
Toda su mano hormiguea, tiembla.
Sinceramente no se siente merecedor de aquella mano. No sabe tampoco qué
pasaría si no tuviera su tercer metacarpo, si podría vivir sin él, o si el
extremo del antebrazo cumpliría con sus funciones vitales sin la maldición
metacarpiana.
Ya en casa, mira la radiografía
nuevamente, traza un mapa detallado de lo que tendría qué hacer para llegar a
su metacarpo: pasar por ciertos nervios, venas, tejido. Posa, avista dorsal, su
mano en la mesita de la sala y, con un
simple cuchillo de cocina, iniciala incisión.
Para
su sorpresiva mala suerte, es zurdo.
Cosme se da cuenta de su equivocación: el metacarpo de su mano derecha
no es el culpable de su felicidad.
Ana Sofía Rangel Paredes