He de decir que es
difícil contar con exactitud toda la mala suerte que en los últimos años he
tenido.
Recuerdo
que, durante las visitas a los abuelos, podía quedarme horas enteras observando
sus aves.
—¿Cuántos
pájaros tienes, abuela?—, preguntaba de espaldas
siempre para no perder detalle de los movimientos de cada avecilla despierta.
—Ay,
hija, han de ser un buen… haciendo cuentas… —, decía
al ver mis ojos ávidos de curiosidad.
― Yo
creo que unos cien.
¡Imagina
mi emoción! A la edad de ocho años el número cien parece tan grande y
majestuoso, así como me parecían muchas aves de la abuela.
Después
de un tiempo, me incliné por un ave en especial. Cada domingo en la mañana,
cuando llegaba a casa de los abuelos, incluso antes de saludar a mis queridos
ancianos, iba con el ave y le deseaba buen día.
Lo
que admiraba era la viveza del color rojo en sus plumas, el negro que le cubría
el pequeñísimo rostro hasta el pecho, el perfil regordete y simpático, el raro
y desconcertante respeto que sentía cuando lo observaba.
—¡Buenos
días, Señor Cardenal! —lo saludaba con una
reverencia cual si fuera un pontífice del Vaticano. Después de un rato, si
aguardaba en silencio, el ave cantaba con tal hermosura que no podía sino
quedarme tumbada en el jardín para escuchar cada nota que me llevaba a dar una
vuelta a la inmensidad del cielo matutino.
Cada
domingo durante un año así transcurrió, con una relación tan estrecha entre las
alas del cardenal y mis manos… Tan estrecha entre mis brazos y sus plumas.
Un
domingo enfermé. No fue grave, pero mis padres insistieron en que me quedara en
casa. Ellos llevarían mis saludos a los abuelos.
—¡Pero
no quiero saludar a los abuelos! —pensé.
Al
siguiente domingo, expectante, llegué a la casa patriarcal y fui directo hacia
el jardín. La jaula del cardenal estaba abierta y, al verla, corrí buscando a
la abuela:
—¡Ay,
pero si aquí estás! —exclamó tomándome entre sus
brazos antes de que pudiera decirle con voz presurosa que buscáramos al ``Señor
Cardenal´´.
Entramos
al jardincito y de repente me vi.
Me
vi observándome en los brazos de la abuela, sonriente, con los ojos muy
abiertos y las mejillas más que rosadas, con un perfil aguileño y los ojos negros en vez de cafés…
Me
miré, pero no era yo. Esa forma humana que me observaba sonrió con satisfacción
y yo quedé en una jaula cerrada, como recluida, como con plumas, como con alas,
como ave. No me atreví a mirar mis manos, porque sabía que ya no eran manos, no
me atreví a buscar el botecito de agua porque temí encontrarme con mi reflejo.
Ahora
suspiro.
He
de decir que es difícil contar con exactitud toda la mala suerte que en los
últimos años he tenido.
Recuerdo
que durante las visitas a los abuelos, podía quedarme horas observando todas
las aves de mi abuela.
Espero
que el cardenal que ahora se hace pasar por mí venga a visitarme, aunque estoy
convencida de que más fuerte no puedo cantar para que me escuche, y más
afanosamente no puedo aletear para despejar toda esta mala suerte de la que me
he hecho acreedora. Todo por adorar a un cardenal, todo por mezclar mis brazos
y sus alas, por perder mis manos entre sus plumas.
Malinalli Ramírez García