Emilia camina tranquila mirando hacia el horizonte y a las personas que se
cruzan con ella. No hay mucho en qué poner atención, sólo los ojos, en su
mayoría cafés oscuros. Además del color, está lo que ellos te dicen, piensa.
Tantos eran los ojos tristes que opta por mirar el piso, trata de no pisar las
líneas de cada cuadro.
A lo lejos, distingue a una joven con cabello corto, casi a rapa. No sabe
bien cuál sea la razón de la familiaridad que le infunde esa joven. En su vida
ha visto decenas de vagabundos o, como dice su mamá, de “marihuanos”, pero el
sentir algo especial por esa mujer, en verdad es incómodo.
Las manos de la joven están negras como noche, también su rostro; sólo eso
deja ver, el resto de su cuerpo lo
cubre sus ropas harapientas.
Emilia se percata de que la mujer lleva unos zapatos rotos y viejos. Le
recuerdan, por su parecido, a los que le dio su padre antes de salir huyendo de
casa. De aquel cuello pende un collar similar al que el abuelo Juan le regaló…
Seguro tiene el lunar en el seno derecho como ella.
Olga Martínez Flores