(Segundo lugar en el Concurso
Interpreparatoriano de Cuento 2014. Etapa local)
No soportaba la idea de tener que visitar rutinariamente aquellas dos
habitaciones; y es que ¿quién soporta a dos esquizofrénicos?, pero esa no era
la pregunta más frustrante, sino ¿quién soporta a dos esquizofrénicos
enamorados de la enfermera que los cuida?
Abrió la primera puerta, tenía que actuar rápido si
no quería que el esquizofrénico comenzara con aquel tumulto que tanto le
perturbaba la cabeza desde que empezó a trabajar ahí. Era incomprensible que un
psicótico tuviera suficiente cerebro para dos locuras a la vez.
Demasiado embrollo ahí adentro. Había muchas
situaciones que no tenía en claro. Especialmente la de esos dos psicópatas que
ya la estaban volviendo una más de ellos.
Tenía que atravesar el pasillo cien para entregar
los informes de todas las habitaciones. Terminó tarde, eran las doce del día,
la hora del receso de la primera mitad de los internos de aquel pasillo; la
mitad donde, trágicamente, estaban sus dos esquizofrénicos favoritos.
Fue su día de suerte: no había psicópatas enamorados
rondando por ahí. Apresuró el paso. En la sala 102 se escuchó una voz.
—¡No puede ser!
—murmuró al
cavilar la indeseable posibilidad de encontrar a uno de sus enamorados dentro.
Les gusta venir a molestar. Ellos sí se toman su
tiempo para venir, pero la enfermera nunca ha pisado un pie en esta sala.
Claro, aunque venga no la podría atender…O tal vez sí.
Soy delirante inquietud. Primero entran, se
confunden como quien no entiende la cosa, piden un cigarrillo, dos tal vez, me
alegan que yo no puedo existir. Me encanta enredarles la mente, que salgan
furiosos, hartos de mí. Furia de la buena. Les rompo las ilusiones pero, ¿qué
esperan?, ¿que yo les diga cómo enamorarla? Eso es imposible. Ingenuos, creen que
mis instrucciones funcionarían. Si les digo cómo existo perdería mi esencia.
Confórmense con saber que soy.
Toca la puerta, como visitando a un colega, y la
abre sin recibir respuesta alguna; rara situación sabiendo lo obsesivo del
individuo y lo obsesivo del asunto. Entra, toma asiento en el sillón color
vino. Enciende el primer cigarrillo, cualquier persona pensaría que se lo ha
quitado a alguna prostituta y que se ha quedado con su postura.
Comienza a conversar conmigo. Siempre lo mismo, las
pastillas azules de su tratamiento sólo lo aturden más. Sigue con sus
argumentos sin sentido, historias sin principio ni fin; nombres que,
seguramente, a nadie pertenecen y alguna que otra cita de uno de esos artistas
que leía cuando estaba cuerdo, cuando tenía vida. Una vida fuera de aquí.
Existo en el momento en que comienza la
desesperación que la enfermera le provoca, cuando tiene que aislar la ansiedad
allá afuera para venir a liberarla aquí. En ese momento yo existo. Existo en
esencia, en ser, pero sobre todo existo en locura.
Al menos éste sí recuerda su vida, lo que él puede
llamar vida antes de este infierno. El otro está muy grave, no concuerda una
sola frase, no se entiende lo que dice, no se entiende él mismo. Todo el tiempo
pide café, algo que lo despierte del sueño que le provocan las altas dosis que
recibe. Ahí es donde aparezco, en una especie de trance, cuando encuentra por
instantes su paz. Esa paz a medias que tanto le gusta. No se imaginan cómo se
pone cuando le hablo de su homólogo: el demonio en persona. Afortunadamente no
actúa, afortunadamente para él. Sabe lo que le conviene y entre eso está venir
a consultarme, a corroborar que aquí sigo.
¿Qué hay de la enfermera? ¿Será su piel que combina
con el manicomio? Ojos grandes, delgada y muy joven, por cierto. Es su primer
trabajo. Se nota un tanto vulnerable. Fue un error haber venido con tan poca
experiencia a solicitar trabajo en este lugar. Pareciera que le gusta la mala
vida. Y que no venga a decir que nunca se lo imaginó así. ¿Qué creía? ¿Un
hospital psiquiátrico color de rosa? ¿Atender a niños de primaria y secundaria
con problemas de atención, de retención, yo que sé…? ¿Terapia de pareja? ¡Por
favor!, que no se comporte como si no supiese lo que le podría ocurrir: lidiar
con enfermos mentales fuera de control, soportar escenas de internos
alborotados siendo calmados por medio de la fuerza. O quizá, y sólo quizá, ser
víctima del enamoramiento de unos enfermos que no sabe cómo van a actuar.
Me resultó complicado controlar a estos títeres. Pude
optar por ayudarlos a socializar con ella de una forma común, tal vez pude
guiarlos a la gentileza, pero el enamoramiento no sabe de coherencia ni buenos
modales. No sé buenos modales. Soy locura y así me tengo que expresar.
Imposible ocultarme si, en cuanto entra al cuarto de cada uno, cada cual
comienza con sus ansiedades, desórdenes cerebrales y cosas de ese tipo.
Simplemente procuro contestar tal como ellos guían la respuesta. No crean que
me presento al instante. Lo sé porque vienen, me cuentan lo ocurrido, los felicito
por sus actos y, entonces comienzan a gritar y a blasfemar de tal manera que un
ser en su plena salud mental saldría corriendo despavorido.
Mañana tiene que ser diferente. Cuando la enfermera entre en sus habitaciones a
preparar las dosis y a realizar sus actos
rutinarios, ellos procederán distinto. Esta vez tienen que hablar, pero lo
harán de una forma relajada, exhaustos de esta lucha que mantienen entre el
“tengo que conseguirte” y el “¿qué hago aquí?”, tienen que entrar en la zona
blanda de la enfermera; asegurarse de ponerla a pensar, tienen que provocar que
ella recuerde lo sucedido, rondar por su cabeza más de una vez en el día.
A mí no me hacen tonto, por algo estudió esa carrera
y está aquí. Nadie elige por curiosidad trabajar en esta clase de clínicas;
tengo por seguro que es una de ellos pero, obviamente, es duro aceptarlo. Bien
dicen por ahí que entre locos se entienden… ¿o no?
Cuando entró en la habitación, el primero de sus enamorados,
raramente tranquilo -como si no existiese razón alguna para estar ahí-, comenzó
a charlar con ella. Un “buenos días”, lo de siempre, preguntarle cómo se
encuentra. Ella contestaba con cortesía, pero tensa, con su sonrisa fingida.
Él, por su parte, asertivo, con el convencimiento que poco a poco iba
provocando en ella, le habló de la sala 102. Al fin creó un interés por el lugar donde se
encontraba tal ente amorfo.
Tan grande fue la curiosidad por entrar al lugar, que
parecía una obsesión de hacía ya bastante tiempo. Apresuró sus labores. Sabía que
era una locura. Seguirle el juego a un psicópata no tenía sentido alguno. Sin
embargo, tomó la decisión de averiguar qué era lo que imantaba su ser a tal
acto.
Avanzó hacia la sala 102, demasiado ansiosa ya.
Cuando abrió la puerta encontró su perdición. Un chispazo que le arrancaba la
vida de un suspiro. Exhausta, se sentó en aquel sillón vino, resignada a las
múltiples sensaciones que se le amontonaban al descubrir la intensidad de la
locura que la acababa de volver prisionera.
Joshua David Ruiz Castañeda