Cada domingo, desde que tengo memoria, pasábamos temprano, al regreso
de la iglesia y estaban ahí, frente a la misma cerca, muy juntos o, mejor dicho, cercanos, la cabeza en
el hombro del otro.
Ellos eran viejos, claro, a
los ojos de un niño, pero seguro que eran viejos, quién sabe qué tantas cosas
podrían contarme: ¿la aparición del coche?, ¿de la luz eléctrica?, o tal vez
algo más antiguo aún.
Cuando dejé de ir a misa y
en las noches iba al parque para fumar un cigarro, seguían allí, aguantando el
frío o la lluvia, pero siempre muy juntos, las ardillas ya no les tenían miedo.
Me entristece no haberles
prestado más atención, de verdad era una imagen envidiable, tantos años, y
seguían abrazándose con todo ese amor. Crecí, pero ellos parecían haberse
estancado en la misma edad de cuando yo, siendo pequeño, los vi por primera
vez.
En la mañana de mi
decimonoveno cumpleaños me levanté temprano a correr, siempre se respira bien
en ese parque; al aproximarme a la cerca, su cerca, observé el cadáver de él,
descuartizado. Me contuve mientras los corredores pasaban indiferentes a mi
izquierda. Ella aún seguía de pie con el brazo caído y la cabeza baja.
No pude llorarles ni ofrecerles los honores
que se merecían. Por eso, este es un pequeño homenaje a ese par de magníficos
eucaliptos que formaban un arco en donde -por las tardes- los rayos del sol se
entintaban de dorado. Para cortarlo a él, tuvieron que arrancarle la cabeza del
hombro de ella.
No cortaron un árbol del parque cercano a mi
casa: mutilaron una historia de amor.
José
Luis Rendón