jueves, 22 de agosto de 2013

Ventana cuadrangular con vidrios oscuros

En la ventana del número cuatro, de vez en vez, se la puede ver. Suele ser incómodo el pasar y verla con su cámara tomando fotos en todas direcciones. Nunca sabes si es a ti o a alguien más a quien apunta. Pero ella es así, un tanto rara y antisocial, siempre mira con recelo y, más que mirar, observa.
   Eran vacaciones, por lo tanto, no había obligación de pararse a cierta hora y realizar el monótono ritual del “día hábil”. La mente se encontraba confundida tratando de evadir el tic-tac de las manecillas del reloj. Eran vacaciones y sentía la ambigüedad al verse frente a frente al espejo.
Los libros suelen ser su puerta de entrada y salida a otros mundos; pero después de ser contadas y clasificada, esas puertas se entrelazan convirtiéndose en murallas.
   Aquel día, como cualquier otro de su vida: Insignificante y abrumador.                   Como autómata, se levantó de la cama, comió, bebió su obligatoria taza de café y después no supo qué hacer. Encendió el televisor y dejó que alguien más hablara, pensara, hiciera y sintiera por ella, pues eran vacaciones. “¿Para qué darle vueltas al mismo asunto, para qué esperar la luz que alguna vez guió su camino, si aquella luz (en caso de existir aún), era ya una estrella lejana?”
Sintió la necesidad de vibrar escuchando aquello que la gente llama “música”. Puso play a la lista de reproducción, sonando desde las estridentes guitarras y solos de batería, hasta las melancólicas palabras que dan armonía a “Las Ciudades”:
“… Y mi cuerpo entero se llenó de frío.
Y estuve a punto, de cambiar tu mundo,
de cambiar tu mundo por el mundo mío.”

   Al son que sentía puso orden, muy a su manera, a lo que llamaba hogar. Se tomó un descanso de cuando en cuando, pues la luz solar que entraba por su ventana cegaba su melancolía. Comió y puso pausa a la música intentando así poner pausa también a su espíritu aventurero. Al frenar su ímpetu, se percató de que la luz solar, aquella que tanto molestaba en sus labores y alumbraba su oscuro corazón, ya no se veía más. La luz artificial hizo entrada alumbrando aquellas menospreciadas avenidas.
   Era de noche, todos en sus casa, las aves en sus nidos, y ella allí, en su ventana, de pie, ante la humanidad implorando al cielo. Con el poco valor que sentía dentro de sí, alzó la mirada, se dibujó frente a ella un cielo completamente congestionado, lleno de grietas ásperas como las que marcaban su propia piel. ¿Un capricho de la naturaleza, un castigo de su Dios o un agente químico extraño?
   De súbito, el viento llegó a poner fin a las comparaciones despejando el gris panorama y, como quien abre una caja de regalos en su cumpleaños, con las mismas ansias y con el mismo brillar en sus ojos, ella esperó alegremente que la luz guiara su camino.
   Pasaron horas y horas, no apartó ni un segundo la mirada con la esperanza de convertirse en una estrella. Quedó absorbida en la vasta inmensidad que le congelaba todo sentimiento.
   De pronto, vio cómo un punto luminoso comenzó a parpadearle, como si tratara de seducirla y molestarla al mismo tiempo, como diciéndole “Sí, soy yo”. Y, efectivamente era ella: aquella estrella que en algún tiempo fue su guía aquí en la tierra. Sin embargo, lo que realmente observó fue el macro y microcosmos en toda su extensión, el presente le reveló el pasado y, ambos, parte del futuro.
De un punto salió otro, comenzaron a jugar, a perseguirse dibujando curvas y líneas rectas, como las trayectorias de las crías al jugar con los hermanos.    Como células en fase mitótica empezaron a correr y correr, de aquí para acá, de acá para allá, llevando y reproduciendo la vida misma. En fin, lo que ella veía, en lugar de cielo, semejaba una muestra microscópica de una gota de agua con incuantificables organismos.
  Tanto en tan poco tiempo y tan poco tiempo para tanto. Ella se fundió con su entorno, sino con el absoluto mismo. Su cuerpo allí de pie, pero su espíritu jugando a las atrapadas. Sin embargo, todo lo que sube tiene que bajar, así lo dicta este planeta subordinado a las leyes físicas.
   La oscuridad ya no le aterraba. Descubrió que la convertía en un ser sólido.  ¡La oscuridad le había enseñado tanto! Recordó quién era en realidad. No era ya la que se encontraba fundida en el absoluto, era, en cambio, la que se encontraba sumamente sólida en un mundo concreto.
   La oscuridad pasó dejando una estela de frío y la promesa de la luz.                            El cuatro era su número, ventana cuadrangular con vidrios oscuros.
Sintió un mágico rocío posándose sobre su rostro, y fue entonces, al inhalar aquellas partículas repletas del nuevo día, cuando por primera vez amó, como nunca antes, el significado del amanecer.

Daniela Márquez